Ella sangraba sueños de acero que escondía en un armario entre los labios. Mordía sus horizontes hasta poder ahogarlos ahí adentro. Un capitán de navío temblaba de amor sobre su lengua agitando siempre su pañuelo blanco.
Después venía el crepúsculo.
Él se hiba a dormir en aquél jardín lleno de memorias murmurando: amor, este soy yo.
Ella miraba. Miraba en su mirada la mirada que la miraba.