La luna era una estatua redonda que alargaba su sombra entre la carne de dos bocas que se tocaban. Sostenían con el aliento, a un coro labios que se metían en los gestos de sus aguas.
Eran ellos. Juntos, en el líquido de sus babas. Conduciendo sudores entre grietas de deseo para pieles entreabiertas.
Un polvo fino apartó, bajando desde un foco de luz, aquellos besos hundidos que terminaban salando piedras.
Y el amor fue su mejilla mineral.